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LOS MEDIOS MATERNALES DE MARÍA EN EL SUEÑO DE NUEVE AÑOS: MARÍA MAESTRA

«Te daré la Maestra». Es el hombre misterioso, que el lector del relato onírico no duda en reconocer como Jesús, quien define el papel que María desempeñará en la vida de Juan: Maestra. Para alguien llamado a dedicarse en cuerpo y alma a la educación, sin duda el ejemplo de un buen maestro es fundamental. Quienes se dedican a la formación de educadores y maestros saben muy bien que, más allá del estudio de cualquier teoría pedagógica, cuando un joven profesor entra por primera vez en el aula, lo que prevalece en su forma de interactuar con los niños es el modelo interiorizado en la experiencia vivida entre los pupitres durante la infancia y la adolescencia. Y es quizás por esta razón que los primeros colaboradores estables de Don Bosco fueron sus muchachos: aquellos que él había educado al estilo del sistema preventivo fueron los mejores intérpretes de sus enseñanzas pedagógicas.


El Señor le dice también a Juan lo que debe aprender de este Maestro, es decir, la verdadera «sabiduría». En qué consiste esta «sabiduría» puede entenderse retrocediendo un poco en el diálogo entre ambos: Juan había sido invitado a educar a sus compañeros en la bondad amorosa, ¡algo que le había parecido imposible! Por eso Jesús había introducido la figura de un Maestro, capaz de hacer posible lo imposible mediante la obediencia y la adquisición de conocimientos. Lo que Juan debe aprender, en definitiva, es el arte del sistema preventivo, es decir, cómo educar a los jóvenes con amor y no con violencia -o con un sistema represivo-, como era común en su época. María, por decirlo de otro modo, enseñará a Juan a amar a los jóvenes con un amor transformador, y lo hará a través de la disciplina del amor, es decir, dentro de una relación de amor maternal/filial con su discípulo. Sólo quien se siente amado, de hecho, ama y comprende cómo hacer posible lo que a primera vista parece imposible.


La referencia a María como Maestra de Sabiduría no es una invención de Don Bosco. Pertenece, en cambio, a una tradición muy antigua en la Iglesia y enraizada en la Sagrada Escritura, de la que desgraciadamente hoy hemos perdido la memoria, pero que en tiempos de Don Bosco era común y difundida incluso a nivel popular. Se trata de la costumbre, de la que tenemos vestigios desde los primeros siglos de la era cristiana, de reconocer en la persona de María la Sabiduría personificada de la que se habla en el Antiguo Testamento, particularmente en el libro de los Proverbios en el capítulo 8 y en el libro del Eclesiástico en el capítulo 24.

Hasta la reforma litúrgica, es decir, después del Concilio Vaticano II, estos dos textos se leían durante la misa con ocasión de la celebración de la Natividad de María, es decir, de su Inmaculada Concepción y Asunción. De este modo, los creyentes aprendieron de la liturgia a identificar a la misteriosa mujer Sabiduría con la Virgen María, la Maestra que conduce a los que se confían a ella a vivir una vida santa de sabiduría, plenitud y alegría. En realidad, la figura bíblica de la mujer Sabiduría es muy compleja y no es posible identificarla sólo con María. Precisamente por eso, después del Concilio, se prefirió sustituir estas lecturas por otras referencias más apropiadas.



Cuando los autores de los libros sapienciales nos hablan de la mujer Sabiduría, no pretenden referirse a una persona concreta. Utilizan una figura retórica, la personificación, para suscitar en sus lectores el deseo de abrirse al don de la sabiduría: un don que Dios concede con magnanimidad a todos los que lo desean, porque Él mismo quiere que los hombres conozcan su designio de amor sobre sus criaturas y vivan una vida plena y feliz. Quien está abierto al don, encarna en su persona los rasgos de la mujer Sabiduría, entre los cuales está el deseo y la capacidad de instruir al prójimo en los caminos de Dios. Los Evangelios nos presentan a Jesús como la Sabiduría por excelencia, pero también destacan la capacidad de María para discernir la voluntad de Dios. Los Evangelios nos presentan a Jesús como el sabio por excelencia, pero también destacan la capacidad de María para discernir la voluntad de Dios. De ambos, además, puede decirse que el corazón de su enseñanza es el amor y que este contenido coincide con su pedagogía. Es decir, se trata de enseñar a amar amando y dejándose amar. ¿Y no es esto acaso también una síntesis del sistema preventivo?


Enseñar a amar amando, por supuesto, no significa rodear a quienes nos son confiados de un afecto asfixiante y ñoño o hiperpermisivo. El insistente énfasis en la bondad amorosa, de hecho, a veces puede llevar a tales malentendidos. El amor que viene de Dios -como recuerda San Pablo en su himno a la caridad- nunca carece de respeto, y respetar al otro significa también dejarle el espacio que necesita para ser él mismo y aprender, incluso a través de las dudas y los errores que normalmente acompañan el proceso de maduración humana.


En la trama del sueño del niño de nueve años, María demuestra inmediatamente la cualidad sapiencial de su afecto por Juan. Ante las preguntas del niño, de hecho, ella no se apresura a darle una respuesta completa, que tal vez podría calmar su angustia, pero que al mismo tiempo correría el riesgo de ser incomprensible, por prematura, y acabaría por cerrarle el espacio de búsqueda y maduración que necesita en cambio para asumir personalmente la misión que se le ha confiado. El Maestro, en cambio, invita a Juan a «mirar», es decir, a levantar la mirada hacia la realidad que tiene delante. Esta elevación de la mirada es lo contrario del repliegue sobre sí mismo, que se produce cuando uno se deja atenazar totalmente por sus miedos o inseguridades. Al levantar la mirada, el niño ve una señal: los animales feroces que se convierten en corderos.


En la Escritura, los relatos de vocación siempre acompañan la petición de cosas que parecen imposibles con la concesión de un signo de Dios, que sirve para sostener la fe del llamado. En el relato de la anunciación, por ejemplo, a la pregunta de María «¿cómo es posible?», el ángel responde invitándola a levantar los ojos para «ver» a su prima Isabel, la mujer estéril que en su vejez espera un hijo. María se apresura a salir, pues ha comprendido que se trata de una señal, y se dirige a Isabel para que le confirme en su fe. La imagen de bestias feroces que se convierten en mansos corderos no alivia, por el momento, a Juan. Sin embargo, se le queda grabada en la mente y en el corazón. ¿Cómo no pensar que volvió a él, muchos años después, ante los jóvenes rezagados de las calles y de la cárcel de Turín para confirmar su intuición de que ése era su campo, el lugar donde tenía que trabajar?


Saber reconocer e interpretar las huellas de Dios en las cosas de la vida cotidiana y en los elementos de la creación es un rasgo típico de los sabios de la Biblia. Esta capacidad de convertir los hechos cotidianos en parábolas y de abrir los ojos para reconocer en ellos la revelación de Dios y de su salvación, pertenece de manera especial a Jesús y a su predicación. Cuando contempla las aves del cielo y los lirios del campo, ve en ellos el amor providencial del Padre por sus hijos y nos enseña a hacer lo mismo. María, en la narración del sueño, no es menos. Es ella quien invita a Juan a interpretar el signo que vio como una parábola, una profecía de su misión y de su vocación.


Convertido en adulto, Don Bosco demuestra que ha adquirido sabiduría, y por tanto que ha sido un buen aprendiz en la escuela de su Maestro, también en su habilidad para hacer sueños e interpretarlos. En su arte de narrador de parábolas y apologías edificantes, en su uso pedagógico de la fantasía, el arte y la aventura, Don Bosco se presenta como un sabio a la altura de los sabios de la Biblia. La misma sabiduría, sin embargo, en su manifestación más popular, pertenecía también a Margarita, que en la vida de Don Bosco representaba la presencia terrena de la Madre del Cielo. Cuando la mujer, en su sencillez, reunía a sus hijos en las tardes de verano y, elevando la mirada al cielo estrellado, les invitaba a contemplar la grandeza y la bondad de Dios; cuando les invitaba a meditar sobre sus propias acciones, las buenas y las malas, para aprender de la experiencia; cuando les animaba a cultivar todo lo que es bueno y digno para un futuro mejor y no sólo la utilidad del momento presente, Margarita les transmitía la sabiduría de las pequeñas cosas concretas de la vida. Una sabiduría que, precisamente por ser humilde, tiene el poder de hacer a los niños verdaderamente fuertes y robustos. Y todo lo que hace crecer a los seres humanos en virtud y sabiduría, al fin y al cabo, viene de Dios.


Linda Pocher, FMA

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