UNA GRAN SINFONÍA DE ORACIÓN EN EL JUBILEO DE LA IGLESIA 3. «QUIEN OIGA ESTAS PALABRAS MIAS... »
Toda la Escritura abunda en afirmar que Dios es concreto y quiere que seamos concretos, que no basta saber, sino vivir. Mientras tanto, Jesús mismo es «Camino, Verdad y Vida»: esto ya significa que en la relación con Dios no basta con tener un método (camino), ni sólo conocimientos (verdad), ¡sino que necesitamos práctica (vida)! Y es Jesús quien nos dijo que «el que obra la verdad sale a la luz»; es Jesús quien reprendió a los fariseos por «decir y no hacer» ; es Jesús quien nos exhortó a «poner en práctica la Palabra». Además tenemos las resonancias en San Pablo: «ciertamente, el hombre es justificado por la fe independientemente de las obras de la ley» (Rom. 3, 28) ; pero lo que cuenta de verdad es «la fe que obra por la caridad» (Gal. 5, 6). Por último, está la claridad de Santiago: «como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (Sant 2,17). Por eso, «quien fija sus ojos en la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece fiel a ella, no como un oyente olvidadizo, sino como quien la pone en práctica, encontrará su felicidad en practicarla» (Sant 1,25).
La parábola más clara sobre la necesidad de poner en práctica la Palabra la encpoontramos en el Evangelio de Mateo, y es la parábola de la casa sobre la roca. La idea es que sólo conocemos verdaderamente lo que experimentamos, especialmente en lo que se refiere a Dios, que es un misterio de amor que sólo podemos conocer si participamos en él y no sólo si nos viene enunciado: ¡Dios no es un objeto ni un sujeto del mundo, sino el fundamento, el corazón y el cumplimiento del mundo! No se puede conocer a Dios desde fuera, sino sólo dentro de una relación de amor con Él. ¡La idea que se desprende de esto es que escuchar y poner en práctica la Palabra, marca la diferencia entre un hombre sabio y un hombre necio!
Para profundizar en todo ello, no hay como hacerlo con el capítulo 5 de la Epístola a los Gálatas, donde San Pablo presenta la vida cristiana como vida en el Espíritu, como combate entre la carne y el espíritu, como maduración de los frutos del Espíritu.
Las sugerencias son muy concretas y muy ricas:
1. «Cristo nos ha liberado para que permanezcamos libres». En Cristo, quien cree en la Palabra conoce la verdad, la verdad hace libre y la libertad capacita para amar. Y todo esto es obra del Espíritu, que derrama e infunde en los corazones los rasgos de Jesús.
2. Que la libertad no se convierta en una excusa para vivir según la carne. Por supuesto, el Espíritu es libertad, siempre que se entienda bien lo que es la verdadera libertad. Y es aquí donde chocan la lógica de la carne y la lógica del espíritu, el hombre carnal y el hombre espiritual, cristiano. Ahora bien, hay dos trampas de la carne, y son opuestas. Digámoslo sencillamente: quien cede a la lógica del placer o a la lógica del deber, permanece atrapado en la carne, no accede a la vida del Espíritu.
La primera trampa de la carne es ésta: con el pretexto de la libertad, en lugar de seguir los impulsos del Espíritu, en lugar de ponerse por amor al servicio de los demás y ver así la manifestación de los frutos del Espíritu, se entrega a las pasiones. Que el libertinaje no es libertad es una enseñanza clásica, pero no es necesario repetirla en la época del «amor libre». Y no es difícil ver que detrás de la libertad arbitraria se esconden malas inclinaciones y, a menudo, grandes ataduras. A este respecto, San Pablo enseña que debemos cuidarnos de dos cosas :
-la primera es que nuestros esfuerzos por sí solos no bastarán, y sólo la gracia de Cristo puede lograr la victoria ; su batalla principal debe consistir en la oración, la paciencia y la esperanza.
-la segunda es que una pasión sólo puede ser curada por otra pasión, un amor desviado sólo por un amor mayor, un comportamiento negativo por un comportamiento positivo.
Al igual que el libertinaje, la ley es también una trampa para la libertad. Es una manifestación distinta de la carne, que no adopta la forma del desorden moral (de hecho puede adoptar la apariencia de la moral más estricta), sino en la que el régimen de la gracia es sustituido por el de la ley. Seamos claros: en sí misma, la ley es buena, prescribe cosas buenas y ayuda a discernir el bien del mal, pero hay una trampa: al hacer de la práctica de la ley la condición de la salvación, se entra en una lógica según la cual, la salvación no viene del amor gratuito de Dios manifestado en Cristo, sino de las obras que el hombre hace. Esta lógica de la ley, que conduce al orgullo y a la desesperación, puede adoptar muchas variantes:
- puede ser la piedad rígida de los que hacen todo por deber, como si hubiera que pagar una deuda a Dios, mientras que Cristo cumplió en la cruz toda deuda del hombre con Dios, y nos llama a darle todo por amor y gratitud, y no en virtud de alguna deuda,
- puede ser el miedo de quienes siempre se sienten culpables y tienen la sensación de que nunca hacen lo suficiente por Dios,
- puede manifestarse en la mentalidad mercantilista de quienes calculan sus méritos, miden sus progresos y pasan el tiempo esperando que Dios les recompense por sus esfuerzos.
3. Pero si os dejáis guiar por el Espíritu, ya no estáis bajo la ley. Es el paso del cálculo a la gratuidad. Aquí la enseñanza de Jesús es fundamental: «Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis». Aprender a amar significa, pues, aprender a dar gratuitamente y a recibir gratuitamente. Pero esto tan sencillo es terriblemente difícil para nosotros, a quienes el pecado ha complicado tanto la vida. No nos resulta natural dar gratuitamente: tenemos una fuerte inclinación a dar para recibir a cambio. El don de nosotros mismos está siempre más o menos motivado por una expectativa de gratificación. No es menos difícil recibir gratuitamente.
Sufrimos la falta de gratuidad cuando el bien que hemos hecho se convierte en un pretexto para reclamar un derecho, para exigir el reconocimiento o la gratificación de otro. Pero también, más sutilmente, cada vez que, a causa de tal o cual limitación nuestra, de tal o cual fracaso personal, tenemos miedo de no recibir amor: como si el amor hubiera que pagarlo o merecerlo.
Podríamos decir que la irrupción de la revelación divina del Evangelio en el mundo es como un fermento de evolución que se propone cambiar nuestro psiquismo hacia una lógica de gratuidad. Y no podemos entrar en este nuevo modo de ser, si no es desprendiéndonos de nosotros mismos entre lágrimas y llanto. Pero una vez que atravesamos la «puerta estrecha» de la conversión, ¡el universo en el que entramos es espléndido!
Fundamentalmente, nuestra maduración espiritual consiste en pasar del orgullo a la humildad. Una de las necesidades más profundas del hombre es la necesidad de identidad: el hombre necesita saber quién es. En el nivel más superficial, la necesidad de identidad suele buscar satisfacción en el tener, en la posesión de bienes materiales, en un determinado estilo de vida: me identifico entonces con mi riqueza, mi aspecto físico, mis objetos, hay una confusión entre el ser y el tener. En un nivel ligeramente superior, la necesidad de ser intentará satisfacerse en la consecución y el ejercicio de algún talento (deportivo, artístico, intelectual). Esto ya es mejor, pero incluso en este caso hay que darse cuenta de que existe el gran riesgo de confundir el ser y el hacer. En un tercer nivel, el mismo problema se encuentra en el ámbito de la vida espiritual. Ciertamente, un buen perfil espiritual consiste en identificarse con el tener y el hacer. Pero seguimos en una situación de riesgo: si no se va más allá, se intenta realizarse explotando las virtudes, las cualidades espirituales, y se identifica uno con ellas. Es peligroso identificarnos con el bien espiritual que somos capaces de hacer. Hay que decirlo con rotundidad: el hombre es más que el bien que es capaz de hacer. Nuestro Padre del cielo no nos ama por el bien que hacemos; nos ama gratuitamente, por nosotros mismos, porque nos ha adoptado para siempre como hijos suyos. No quiere decir que le sea indiferente que hagamos el bien o el mal, pero no tenemos derecho a identificarnos con el mal o el bien que hacemos.
4. Pero “si os dejáis guiar por el Espíritu”. Aquí es donde la Palabra y el Espíritu tienen que hacer una difícil obra de purificación espiritual. Las pruebas por las que hay que pasar en la vida cristiana, no tienen otro sentido que el de un trabajo de desmontaje de lo que hay de artificial y artificioso en nuestra personalidad, para que aflore nuestro auténtico ser, es decir, lo que somos para Dios. Las noches espirituales, podríamos decir, son por regla general empobrecimientos a veces brutales, que de la manera más radical barren del creyente toda posibilidad de apoyarse en sí mismo, en sus dones humanos o espirituales, y eso en sus talentos, capacidades e incluso en sus virtudes. Pero son beneficiosas, porque le inducen a buscar su identidad allí donde está auténticamente. Puede ser una experiencia dolorosa, como cuando una persona que ama al Señor pasa por una fase en la que ya no percibe en sí misma ni un ápice de fervor, sino más bien un profundo disgusto por las cosas espirituales. Pero he aquí el beneficio de esta prueba: hacer que el hombre no pueda concentrarse en el bien del que es directamente capaz, para que el único fundamento de su vida siga siendo la misericordia divina. Es una verdadera revolución interior: hacer que yo no me haga fuerte por el amor que tengo a Dios, sino exclusivamente por el amor que Dios me tiene a mí.
Constatamos que lo que Dios obra en el alma de algunos sumiéndolos en la prueba de la tibieza espiritual, en realidad desea hacerlo en todos, de un modo más normal y progresivo, por así decirlo, a través de los sufrimientos de la vida: fracasos, impotencias, caídas de todo tipo, enfermedades, depresiones, fragilidades psicológicas y afectivas.
Al final, uno se vuelve libre para amar cuando ya no tiene nada que perder.
Roberto Carelli, sdb
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