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6. MARÍA ARBUSTO QUE ARDE Y NO CONSUME

La energía lo es todo, pero al mismo tiempo es algo extremadamente escurridizo. Nuestra vida depende en muchos de sus aspectos fundamentales de la disponibilidad de energía, especialmente de electricidad. Sin embargo, la energía no puede verse ni tocarse, salvo en sus efectos: luz, calor, movimiento...


"Dios dijo: ¡Hágase la luz! Y fue la luz": ésta es la primera palabra/acción realizada por Dios según el libro del Génesis. La luz, por tanto, es la primera criatura. La decisión de empezar a crear a partir de la luz tiene su propia lógica: ¿cómo podríamos ver lo que hay y lo que falta en el universo si no hubiera luz?


En la naturaleza, el ser humano extrae la luz principalmente de las estrellas, que Dios mismo creó no sólo para iluminar, sino también para regular el paso del tiempo. Se trata de luz y calor de los que, en la antigüedad, los seres humanos podían beneficiarse pero no controlar, y precisamente por eso las estrellas, en las antiguas tradiciones religiosas, eran dioses o símbolos de dioses: a quienes debemos todo, pero que están fuera de nuestro control.


La luz y el calor también están a disposición del ser humano en el fuego, que, sin embargo, como elemento de la creación, sigue siendo una realidad ambivalente, capaz de destruir inexorablemente aquello con lo que entra en contacto. El fuego debe ser controlado para servir al bien. Sólo un fuego controlado se convierte en instrumento de vida: iluminar, calentar, cocinar, purificar, todos ellos elementos indispensables para una vida digna del ser humano.

A lo largo de la Escritura, quien se muestra más hábil en el manejo de este poder es el propio Dios.


En el libro del Éxodo, el pueblo en camino es guiado por Dios durante la noche por una columna de fuego (Ex 13:21). En el relato de la vocación de Isaías, un ángel purifica la boca del profeta tocándola con un carbón encendido (Is 6, 66). En el Evangelio de Juan, Jesús resucitado enciende un fuego y cocina pescado para sus amigos a orillas del mar de Galilea (Jn 21,9). El evangelio de Lucas recoge esta expresión de Jesús: "He venido a traer fuego a la tierra; ¡y cómo quisiera que estuviera ya encendido! Hay un bautismo que debo recibir; ¡y qué ansioso estoy, hasta que se cumpla!" (Lc 12,49-50).

Jesús se apasiona por la salvación de la humanidad, está impaciente por que el amor de Dios se extienda como el fuego por toda la tierra. Como en la predicación del Bautista (Lc 3,16), el fuego también se asocia al bautismo en las palabras de Jesús. Los discípulos y apóstoles, reunidos en Pentecostés, reciben este bautismo de fuego, que les inflama de pasión: les permite hacerse comprender por todos, les impulsa a salir, a ponerse en camino para difundir la buena nueva de la salvación por toda la tierra (Hch 2,3).


El fuego, junto con el viento, otra realidad que escapa al control de los seres humanos, se asocia, pues, al Espíritu, es decir, al amor. Y en esta asociación se nos revela la naturaleza de esa energía que, citando a Dante, es la única que tiene el poder de mover el sol y las estrellas. El Espíritu se da a los creyentes como fuente de unidad, como fuerza que les permite afrontar las dificultades y vencer las tinieblas, todo tipo de tinieblas, incluso las tinieblas de la muerte.

La "Madonna desvelada" de Elisabetta De Luca parece tejida en fuego. Su cuerpo, que avanza hacia el espectador, parece salir de los miembros de una llama. Sus brazos levantan, a derecha e izquierda, una única lengua de fuego de la que emerge su rostro y que actúa simultáneamente como un velo, velando y revelando su naturaleza ardiente.

Es una mujer de fuego, María, toda llena del Espíritu y del amor.


No en vano los Padres de la Iglesia reconocieron en la imagen bíblica de la zarza ardiente que no se consume una prefiguración del misterio de la maternidad divina de María. En efecto, ¿cómo es posible que una criatura pueda contener en su seno al Creador sin ser quemada por su poder, aniquilada por su grandeza? Es posible porque el poder de Dios es el poder del amor (1 Jn 1).


Por otra parte, la historia de Moisés es también un misterio del encuentro entre la fragilidad humana y el poder de Dios. En su juventud, cuando aún vivía en la corte del Faraón, había experimentado el fuego de la pasión por la salvación de su pueblo, y había sido abrasado por ese mismo fuego. Por defender a uno de sus hermanos, había matado a un hombre y este hecho le había obligado a exiliarse (Ex 2,11-21). En su madurez, en el mismo lugar de su destierro, Dios mismo se manifiesta a Moisés para revelarle su pasión por el pueblo que ha creado.

El fuego de la pasión de Dios por el pueblo, sin embargo, ¡es un fuego que no consume! ¿Cómo es posible este prodigio? Es posible porque el amor apasionado, que los griegos llamaban "eros", en Dios nunca está separado del amor gratuito y misericordioso, o "ágape". Es un misterio al que los seres humanos están invitados a acercarse con respeto, quitándose las sandalias.

Respetar a Dios, sin embargo, no significa tener miedo de Él y de su poder, sino más bien el deseo de encontrarlo auténticamente y reconocerlo por lo que es, sin manipulaciones. Los Padres de la Iglesia utilizaron también la imagen de la zarza ardiente para describir el prodigio de la encarnación de Dios en Jesús: ¿cómo es posible que la divinidad habite plenamente en la humanidad? Porque Dios es amor, es fuego que calienta y purifica, pero no consume.

Gracias a la encarnación del Hijo, el miedo a la omnipotencia de Dios se disipa para siempre: Él es un niño, que llora y no puede hablar. Se confía totalmente a nuestras manos y a nuestra voz para anunciar su salvación en el mundo. Igual que se confió a Moisés para liberar al pueblo de Egipto, igual que hizo con María en el misterio de la encarnación, este niño se confía hoy a cada uno de nosotros, está presente en todos los que encontramos, en ellos nos espera, para que hagamos nuestra parte, para que colaboremos con él en la regeneración del mundo (Lc. 9, 48).


La transición a la modernidad fue posible gracias al desarrollo de la capacidad de controlar e incluso producir energía de forma autónoma, dejando de depender del sol, del viento o de los caprichos del fuego.

Sin embargo, los resultados ambivalentes, por no decir ambiguos, del desarrollo tecnológico nos recuerdan la insostenibilidad de una manipulación de la realidad creada sin límites ni fronteras.


Estamos madurando en la comprensión de que nadie se salva solo.


La energía del amor, que es el Espíritu, es la única fuerza inequívoca, que en ningún caso destruye. Es el fuego que quema pero no consume.


Necesitamos energía para vivir, pero la necesitamos tanto más cuanto que el criterio que rige su distribución es el amor fraterno, que es también respeto al prójimo y a la naturaleza, justicia social, solidaridad. Pidamos a María, la mujer de fuego, la que más conocía los secretos de la fuerza del amor de Dios, que vuelva a ser nuestra guía y lo sea siempre.

Linda Pocher FMA

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