6. MARÍA Y JOSÉ, NOVIA Y NOVIO
Nazaret podría llamarse con razón "la casa del amor hermoso". Al "amor hermoso" la Iglesia dedica un lugar especial en el Misal Mariano con una celebración dedicada a "María, Madre del amor hermoso". El amor hermoso es cuando el amor humano se ve envuelto e interpenetrado por el amor de Dios y se convierte en su espejo y transparencia. Es cuando el eros y el ágape se reconcilian, cuando la virginidad y la nupcialidad no se distinguen debidamente, cuando la intimidad va acompañada de la modestia. Es cuando la fecundidad no contradice la castidad y la castidad favorece la fecundidad, cuando el diálogo es silencioso porque está habitado por el misterio de Dios, y el silencio no es vacío y estéril, sino espacio de comunicación profunda.
Contemplando el amor purísimo de María, la Iglesia ve en él el signo más luminoso de la gloria y de la Sabiduría de Dios. A ella aplica eminentemente las palabras que el Antiguo Testamento dedica a Judit: "no hay en toda la tierra criatura semejante a ella por la belleza de su rostro y la sabiduría de sus palabras" (Jdt. 11, 21). El resplandor humilde y silencioso del rostro y del corazón de María, después de haber iluminado el rostro y calentado el corazón de José, se dirigió luego a la generación humana del Hijo de Dios, para que fuera reconocido como "el más bello entre los hijos de los hombres", y se destinó finalmente a la Iglesia, para que tomara la forma de la "Esposa inmaculada" (Ef 5,27), porque, como dice la liturgia: "del purísimo tálamo de María has engendrado al Esposo de la Iglesia, Jesucristo, tu Hijo".
La reverberación de la belleza de María es algo de lo que todos los cristianos, y específicamente los esposos, deberían alimentarse continuamente y estar infinitamente agradecidos. Es una belleza nativa porque es inmaculada, una belleza perfeccionada a gran precio porque es dolorosa, y una belleza ahora gloriosa, de la que los esposos pueden nutrirse llevando a María a su casa como "lo más querido" (Jn 19, 27). Así lo expresa la Iglesia: "Bella en tu concepción, libre de toda mancha de pecado y toda envuelta en el resplandor de tu gracia. Hermoso en tu nacimiento virginal, en el que diste al mundo a tu Hijo, esplendor de tu gloria, hermano y salvador nuestro. Hermosa en la pasión de Cristo, impregnada de su sangre, como mansa oveja unida al sacrificio del cordero más manso, dotada de una nueva misión maternal. Hermosa en la resurrección del Señor, con quien reina gloriosa, participando de su triunfo'.
A la luz de María, Madre del amor hermoso, tratemos de reflexionar sobre el delicado y maravilloso tema de la castidad conyugal, cuya preparación prematrimonial, a pesar de las costumbres de nuestro tiempo, se da por supuesta. Sí, porque la belleza es la manifestación sensible del amor, pero el verdadero amor no es menos que el don de sí mismo, y no hay encanto sensible o sentimiento amoroso, por intenso que sea, que pueda pensar en presuponerlo o improvisarlo: el verdadero amor debe ser recibido como don en la alegría y madurado en el dolor hasta el perdón, que es esa maravillosa capacidad que viene de Dios para regenerar hasta setenta veces siete toda relación herida o agotada.
Ante la incomparable belleza de María Inmaculada y la sublime pureza de su amor esponsal, los esposos cristianos -como explica Adrienne von Speyr, médico y mística de nuestro tiempo, primero esposa y después consagrada- "para vivir un matrimonio perfectamente cristiano, no se limitarán a ignorar las mortificaciones presentes en la sexualidad, sino que deberán aprender a comprenderlas cada vez más con referencia a la cruz y a la luz de su fuego purificador". De lo contrario, como vemos, las parejas se rompen, los matrimonios fracasan y los hijos sufren.
Un amor conyugal y virginal
A pesar de la imagen monótona, maternal pero no femenina de María, y paternal pero no viril de José, que se ha sugerido con demasiada frecuencia, María y José vivieron un espléndido encuentro de amor y experimentaron un intenso deseo de pertenecerse mutuamente en el pleno servicio de Dios. La sensibilidad común, educada por el pecado original y todas sus consecuencias, piensa instintivamente que virginidad y esponsalidad son alternativas, y le cuesta creer que un amor virginal pueda ser también apasionado. En realidad, el amor de Dios no extingue el amor humano, sino que, por el contrario, lo enciende, lo purifica y lo intensifica. Escribiendo sobre María y José, Adrienne explica que "la apertura de uno hacia el otro, como consecuencia de su promesa mutua, no quita el primer lugar que el amor a Dios ocupa y sigue ocupando en sus corazones.
El amor singularmente virginal de José y María no compromete, sino que perfecciona su amor esponsal, ya que no pretende en modo alguno anticiparse a la voluntad de Dios, que es siempre misteriosa incluso cuando la conocemos en sus rasgos generales. En la escuela de su matrimonio, se comprende que el amor de Dios es capaz de liberar a los novios y a los casados de juicios precipitados o prejuicios arraigados, de expectativas ingenuas o exageradas, de expectativas ilusorias o erróneas.
María se casó con José tan totalmente orientada a la voluntad de Dios, que - explica de nuevo Adrienne con palabras de rara profundidad - "no esperaba hijos de José". Aun así, de hecho, como con el voto de virginidad, debería haber establecido algo de antemano. María vive más allá de esta decisión; para ella, la decisión del matrimonio no es en absoluto una decisión contra la virginidad y la decisión del estado terrenal no es una decisión contra el estado de perfección. Ella no reflexiona sobre su compatibilidad. Ella sólo conoce un propósito al que se adhiere sin detenerse, retroceder o desviarse: hacer la voluntad de Dios en todo y perfectamente". Maravilloso: a María, a diferencia de nosotros pecadores, ni se le pasa por la cabeza la incompatibilidad entre virginidad y esponsalidad.
El caso de José es distinto, y en él toda pareja puede reflejarse y decidirse a tomar a María como Madre del amor hermoso. Él, a pesar de ser un hombre justo, seguía estando entre pecadores, y le era imposible no preguntarse cómo seguir siendo virgen y estar casado a la vez. Pero esto no debe hacernos pensar en absoluto que la solución para él fuera un estrechamiento o congelación del corazón: "en los esponsales experimentó un verdadero amor a la mujer y este amor a su futura esposa le enriqueció como sólo el amor de una mujer puede llenar a un hombre".
El corazón de María y José
En su existencia terrena, María logró una maravillosa síntesis de feminidad y modestia, y José, a su lado, se convirtió en un espléndido ejemplo de virilidad y pureza. Ni que decir tiene que estos binomios no son hoy moneda corriente, y que en todo caso, hoy como ayer, son un milagro de la gracia, de esa misteriosa obra de preservación o liberación del mal que Dios realiza en sus hijos e hijas. Sí, porque hay mujeres jóvenes que ya con su porte saben revitalizar a sus hombres, y hay hombres jóvenes que ya con su paciencia afectuosa saben devolver la integridad a sus mujeres.
En cualquier caso, se trata de comprender que la virginidad no envilece al hombre y no quita nada a la ternura femenina: no exaspera el corazón, ni lo congela, al contrario -decía Bossuet- "le da mayor plenitud y libertad". De hecho, mientras no se viva de forma egoísta o neurótica, la integridad virginal predispone al amor conyugal y lo acrecienta: llevar el sentimiento amoroso a la esfera divina no significa, de hecho, destruirlo, sino perfeccionarlo. Entre María y José todo esto sucedió de un modo sencillo y sublime: "el amor del hombre", nos instruye de nuevo Adrienne, "está modelado sobre el de la mujer, que es la educadora silenciosa del impulso viril". María virginalizó a José, como tuvo que virginalizar a tantos jóvenes con su sonrisa, y ese linaje sacerdotal le debe si logra conservar en este mundo, con facilidad, el misterio de la virginidad viril. Pero ella no le quitó su vigor, su empuje, su ardor; no disminuyó su capacidad de dar y recibir manifestaciones de ternura. La mirada de José cambió al encontrarse con aquella mirada; sus sentidos se sublimaron, al haber sido investidos del resplandor de aquel cuerpo único en el mundo".
Desgraciadamente, hay demasiadas novias que, además de por otras mil razones, se alejan de sus esposos también por motivos religiosos, suscitando en los esposos un silencioso disgusto o un sordo resentimiento (como si Dios les quitara la mujer que les había dado), y exponiéndolos, comprensiblemente, a muchas tentaciones. Ahora bien, para María, perfectamente consagrada a Dios, no fue así: su total orientación a Dios no disminuyó su afecto por José, ni el modo virginal de su matrimonio la hizo "separada en casa". Al contrario, su matrimonio con José se convirtió en fundamental para la configuración nupcial de la futura Iglesia.
Adrienne llega a decir que si "María acompañará a Jesús hasta la cruz, tocando así el punto más alto de su entrega, y allí será la esposa perfecta, fue preparada para esta elevada tarea durante su estancia como esposa al lado de José".
Y que no se piense que la renuncia de José fue vivida con receloso resentimiento o resignada tristeza, como una decepción. El gran novelista polaco Jan Dobraczynski, en su hermoso libro La sombra del padre, lo explica así: “De aquella muchacha irradiaba tal pureza que todo pensamiento de maldad moría antes incluso de formarse. Cuánta sencillez había en esta niña. El sentimiento de haber podido corresponder a un amor tan grande con la renuncia encendió un entusiasmo más fuerte que las llamadas de la carne. María y José no necesitaban hablar: sus pensamientos se encontraban sin cesar’. ¡Cuánto mejor irían las cosas entre los esposos si comprendieran que la comunión sexual puede ser propicia, pero ante todo requiere una comunicación espiritual más profunda!
Diálogo y silencio nupciales
A la luz del singular matrimonio entre María y José, el acuerdo de virginidad y nupcialidad puede tener un significado muy concreto para todos los esposos, y es la búsqueda de la armonía entre el diálogo y el silencio: el amor necesita y se nutre de ambos. El silencio es el vientre de la palabra, la palabra es fruto del silencio. El silencio sin palabra es estéril, la palabra sin silencio es cháchara. El silencio auténtico espera la verdad, la palabra auténtica dice la verdad. La alternancia y pertenencia de la palabra y el silencio es una expresión profunda del intercambio de amor del hombre y la mujer. El hombre es predominantemente palabra, pero suele procesar los problemas en silencio, y le resulta difícil dar palabra a sus sentimientos y comunicárselos a la mujer. La mujer, por su parte, es predominantemente silencio como matriz de la palabra, pero ordinariamente trata las dificultades ante todo verbalizándolas, confiándolas, y sabemos lo difícil que le resulta por término medio contener su verbosidad. Entendemos que está en juego la correcta sintaxis conyugal, la que crea y preserva el entendimiento y la complicidad: a toda mujer le gusta recibir de un hombre palabras verdaderas e intensas, del mismo modo que todo hombre busca en una mujer un cuerpo hospitalario y un rostro sonriente. Por eso, una mirada al silencio de Nazaret puede ser buena para los matrimonios.
En su silencio, María y José son edificantes sobre todo por el hecho de que no pretendieron ingenuamente comprender y ser comprendidos a la vez, en todo y a toda costa. Es el típico querer explicarse de las mujeres, siempre con la íntima convicción de que tienen razón o, por el contrario, de que están equivocadas; o es el querer tener razón de los hombres, tal vez sin explicarse o sin saber siquiera que están equivocados. Es la lucha de los hombres por comprender la comunicación emocional de las mujeres, y la lucha de las mujeres por comprender la síntesis racional de los hombres. En cambio -y esta es una buena pista para todos- el vínculo entre María y José está envuelto y acompañado de misterio. Cuando María "se encontró encinta por obra del Espíritu Santo", le sucede un acontecimiento superior a ella misma. No hay palabras para comunicárselo a José. Por eso María se le presenta tal como es, a costa de ser incomprendida o malinterpretada: prevalece la confianza en Dios y también en José. Jean Guitton ve algo heroico en este silencio: "Lo heroico de este silencio nupcial ante José fue exponerse a la sospecha de aquel a quien amaba. Pero actuar bien y no ser comprendido son cosas que casi siempre van de la mano, que ayudan a vivir de Dios". De María y José, los recién casados pueden aprender que comprender es el primer paso para comprender: "comprender", de hecho, significa "abrazar", y los recién casados saben cómo un abrazo dice mucho pero no lo explica todo, dice más de lo que explica, intenta decir incluso lo que no dice.
Adrienne va aún más lejos. El silencio de María se refiere no sólo a la amplitud de la comprensión de José, sino también y sobre todo a la inmensidad del don de Dios. Cuando entre cónyuges está en juego la obra de Dios en el alma de uno u otro, la intimidad se reviste de pudor. Hay cosas que no se pueden decir, porque son indecibles: "María calla, porque comparte un secreto directamente con Dios. Ella comprende que este misterio es de tal naturaleza para toda la Iglesia futura que, por tanto, no puede disponer de él. En este momento no hay nada adecuado para comunicárselo a José". Continúa explicando: "Los esposos cristianos protegen el secreto que cada uno tiene ante Dios. Cogidos de la mano entran en la Iglesia, pero no hablan después de lo que cada uno ha confesado. Este silencio no limita ni perturba su intimidad". Más aún, "el secreto de los esposos, que cada uno tiene ante Dios, no sólo no puede perturbar su amor mutuo, sino que puede hacerlo más fecundo, profundizarlo y ennoblecerlo. Lejos de comprometer la integridad de su entrega, representa en el tiempo la mejor garantía de la vitalidad siempre nueva del amor humano".
Roberto Carelli SDB
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