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7. LA OBEDIENCIA DE LA FE

Como hemos visto, la característica especial de la familia de Nazaret, la que la convierte en modelo para toda familia cristiana, es el hecho de que tiene a Jesús como centro de unidad. En la Sagrada Familia, gracias a la presencia de Jesús, la libertad de las personas, los vínculos familiares y la obediencia de la fe se hacen uno. En ella, los pensamientos, los deseos y los gestos están en perfecta sintonía con la voluntad de Dios. En Nazaret se aprende lo que el mundo de hoy olvida y rechaza: que la obediencia es la forma íntima de la libertad y la condición básica del amor.


La verdad de la obediencia

Hoy parece muy difícil aceptar esta verdad elemental. Estamos demasiado acostumbrados a pensar que la libertad es autonomía y la obediencia su contraria. Nos hemos empantanado en relaciones horizontales, planas, sin profundidad ni altura. Cualquier cosa vertical, diferenciada e interpelante nos parece una amenaza a nuestra libertad: decir una verdad inmediatamente parece sinónimo de intransigencia, y corregir un error se siente como una falta de respeto a las propias ideas. Gran parte del malestar psicológico que sufren las personas proviene de un conflicto entre libertad y verdad, entre deseo y ley. Si fuera cierto que el hombre es simplemente un individuo y su ideal es el individualismo, entonces deberíamos estar bien. En cambio, estamos mal, con nosotros mismos y con los demás. Y esto porque la verdad es que somos siempre y en todas partes hijos e hijas, hermanos y hermanas, novios y novias, y aprendemos a decir yo por el tú de quien nos ama. Y quien nos ama no tiene miedo de decirnos y testimoniarnos la verdad, no tiene miedo de corregirnos e invitarnos al arrepentimiento.


En este sentido, la obediencia no es en modo alguno equiparable con la pura dependencia o con lo contrario de la independencia: es pertenencia, acogida y correspondencia a quien en el amor nos precede y acompaña. Al fin y al cabo, la obediencia es la forma de la libertad entendida desde la perspectiva del amor. En el ensayo “Qué es una familia”, el brillante filósofo francés F. Hadjadj advierte contra la presunción de saber qué es la libertad fuera del espacio familiar, porque, paradójicamente, en la familia se experimenta una "libertad sin independencia", es decir, una libertad que en todo caso se juega dentro de una red de constricciones, no en cambio en una imposible autosuficiencia. Se comprende entonces que la obediencia nunca puede estar motivada por el dominio, ni identificarse con el sometimiento. La obediencia es comprensión fraterna, amor filial, complicidad nupcial.


Hay que entender que la verdadera obediencia es razonable y religiosa, no irracional; y puede ser fraterna, filial o conyugal, pero nunca servil. La obediencia es la sustancia del amor familiar, porque en los vínculos nupciales, filiales y fraternos nos definimos, y por tanto dependemos, de la mirada, de la palabra, del cuidado del otro: ser esposos es elegir ser elegidos, ser hijos es ser recibidos, ser hermanos es compartir el mismo origen. Que la obediencia pertenece íntimamente a la experiencia del amor lo indica la propia palabra, que tiene su raíz en el latín ob-audire, y significa escuchar al otro, adherirse a una relación, ¡estar en relación! En este sentido, la obediencia no sólo no es lo contrario de la libertad, sino que la obediencia hace libres, ¡hasta el punto de que en latín libre significa "hijos"! lo que estaba claro en las sociedades antiguas: no ser de nadie era ser esclavo. Hoy también es así, pero de momento cuesta entenderlo: más bien predomina la idea de que tener menos ataduras es ser más libre. Que esto no es verdad, sin embargo, lo dicen los índices de miedo y soledad que atenazan el corazón de demasiadas personas.


La obediencia que es fe

La Biblia y el Catecismo, partiendo de la experiencia de Abraham, nuestro padre en la fe, hablan de buen grado de "la obediencia de la fe". Significa que la obediencia es una cualidad íntima de la fe, que la fe tiene una estructura obediencial. Obediencia es reconocer la paternidad de Dios, es escuchar y poner en práctica su Palabra, es observar y amar su santa Ley, es el deseo de hacer de su voluntad la propia voluntad; es dejar de existir para sí mismo, es conformarse a Cristo y ser dócil al Espíritu, es vivir de manera original dentro del vínculo eclesial. La mejor demostración del valor positivo de la obediencia la encontramos en la experiencia de los santos: son los más obedientes y, por eso mismo, también los más libres, los más transparentes, los más originales, los más innovadores, los más fecundos. Sí, porque la obediencia es la actitud de quien no quiere exaltarse a toda costa, sino que decide dar testimonio de Cristo a costa de su vida, y de este modo se hace original y ejemplar, inconfundible e inolvidable.

Jesús, con su autoridad de Hijo y Siervo "obediente hasta la muerte de cruz" (Flp 2,8), explicó con sencillez la íntima relación entre obediencia y libertad: "si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8,31). Es decir: la obediencia a la Palabra nos hace conocer la verdad, la única capaz de hacernos verdaderamente libres. La propia autoridad de Jesús se basa en su obediencia: revela el rostro paterno de Dios porque se alimenta de la Palabra de Dios, informa de las palabras de Dios y hace la voluntad de Dios en todas las cosas. Como explica la teología, la obediencia de Jesús a la misión que recibió del Padre es la traducción histórica de su proceder eterno del Padre. Por eso Jesús puede decir: "el que me ve a mí, ve al que me ha enviado" (Jn 12,45).


La obediencia en la casa de Nazaret

En Nazaret, la obediencia de la fe se vive a la perfección. Consiste, en primer lugar, en reconocer cómo cada persona tiene una fisonomía específica y marcada, una posición inconfundible en el plan de Dios: Jesús no es otro que "Dios con nosotros", María es la "Virgen Madre", José es el "hijo de David". De nuevo, Jesús es el "Santo", María es la única criatura Inmaculada, y José, a pesar de estar entre pecadores, es llamado "hombre justo". La obediencia aporta claridad, no crea confusión, ¡no rompe los lazos familiares! Cada persona es reconocida con su propia originalidad, y en la Sagrada Familia esto significa tres cosas: Encarnación del Verbo, embarazo virginal, descendencia davídica, todo ello necesario para que el plan de Dios se realice en su plenitud.


En la obediencia de fe que se vive en Nazaret, sin embargo, no hay nada automático, porque en la obediencia siempre hay algo que no se puede comprender, algo que supera las posibilidades de la razón y desplaza la orientación de la libertad. María se pregunta cómo es posible lo que Dios le propone; José se pregunta si ante el paso de Dios en su esposa no es bueno dar un paso atrás; para ambos es necesaria una inspiración del cielo, un mensaje angélico. Jesús incluso se somete a José y María y se mantiene oculto durante treinta años, porque, como dice admirablemente von Speyr, "quiere experimentar la naturaleza humana tal como se transforma fuera del cielo. También quiere aprender lo que ya sabe": ¡quiere experimentar el amor de Dios como hombre! Y también nosotros, en Él, estamos llamados a la obediencia para vivir, como hombres, ¡como hijos de Dios!


No hay que pensar, sin embargo, que en Nazaret las relaciones familiares eran todas un idilio: la santidad de las personas no elimina las inevitables tensiones: en el caso de la Sagrada Familia esto no sucede por falta de amor, sino, al contrario, por exceso de gracia. Ante Jesús, sus palabras, sus gestos y las reacciones que suscitaba en los demás, José y María quedaron profundamente asombrados, maravillados. Cuando encontraron a Jesús de doce años en el templo, aunque podían y debían comprender, no pudieron entender. Sí, porque la obediencia afronta el misterio y es la mejor apertura al misterio, pues si en ese momento no se puede comprender, sólo a través de la obediencia se puede comprender después. Cuando Jesús tenga treinta años, María comprenderá que aquel Niño, primero llevado al Templo y luego encontrado entre los doctores del Templo, ¡se convertiría en el nuevo Templo (Jn 2,19 y Mt 27,51)! Y comprenderá que en Ella, Arca de la Alianza, tomaría forma la Iglesia, en la que cada cristiano se constituye como "templo en el Señor" (1 Co 3,17 y Ef 2,21).


Roberto Carelli SDB

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