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7. MARÍA ALIENTO DE DIOS

Antes de leer este texto, te invito a que te detengas un momento, cierres los ojos y escuches tu respiración. No sé si alguna vez te has dado cuenta: sin respiración no podemos vivir, y sin embargo la mayor parte del tiempo en nuestra vida no nos damos cuenta de que respiramos.


Nos damos cuenta cuando empezamos a tener dificultades de salud, como un resfriado, o cuando estamos en ambientes en los que el aire falta o es malo. La contaminación atmosférica es una de las consecuencias nefastas del desarrollo industrial. La falta de oxígeno es una de las consecuencias de la deforestación desenfrenada que ha dañado y sigue dañando zonas cada vez más extensas de nuestra tierra. Muchas enfermedades que nos afectan y nos llevan a la muerte están relacionadas con las sustancias tóxicas que respiramos, paradójicamente, no sólo en los contextos desarrollados, sino también en los países más pobres, donde Occidente suele verter sus residuos de todo tipo, sin ningún control ni posibilidades realistas de eliminación.


Sin embargo, en los últimos años también hemos demostrado la capacidad de modificar nuestro comportamiento para disminuir los efectos nocivos de la contaminación: baste pensar en el "agujero de la capa de ozono", que parece haberse cerrado gracias a los esfuerzos conjuntos de los gobiernos internacionales para reducir la producción de los gases nocivos que lo causaban. Si lo conseguimos una vez, ¡eso significa que podemos volver a conseguirlo! Para ello, es importante madurar cada vez más en el discernimiento y la libertad, para poder tomar las decisiones, grandes y pequeñas, que el planeta necesita, cada uno según su posición social y sus responsabilidades.


El aire, en la Escritura, es el símbolo del Espíritu de Dios y de la libertad, y seguir al Espíritu en libertad casi siempre requiere el valor de tomar decisiones a contracorriente. Nicodemo, por ejemplo, era un líder de los judíos. Es decir, era una persona que tenía una posición social, pública, que le daba prestigio y autoridad frente a los demás. También era un fariseo, es decir, alguien que había estudiado la ley y estaba comprometido con su observancia. Para Nicodemo, además, todo esto no era sólo apariencia: amaba de verdad a Dios y lo buscaba con todo su corazón. Nicodemo no se conforma con lo que ya ha conseguido. Precisamente por eso se siente atraído por Jesús y desea conocerle. Sin embargo, el miedo al juicio de los demás le lleva a ir a ver a Jesús de noche. Nicodemo no es un hombre libre. Jesús le comprende y le anuncia la liberación que el Espíritu da a quien se deja conducir por Él. El Espíritu es pura libertad, como el viento, cuyo soplo percibimos pero no podemos controlar la dirección de su soplo. Quien renace del Espíritu, gracias al Bautismo, está llamado a parecerse al Espíritu. En la carta a los Gálatas, san Pablo recuerda con fuerza a los creyentes: "Cristo nos ha liberado para que sigamos siendo libres; por tanto, manteneos firmes y no dejéis que os impongan de nuevo el yugo de la esclavitud" (Ga 5,1). En el caso de los gálatas, como en el de Nicodemo, se trataba trataba de hacer que la salvación no dependiera del cumplimiento de la ley, sino del amor. En nuestro caso, se trata de aprender a reconocer lo que nos pesa y nos obliga a repetir hábitos que no salvan, mientras Dios abre ante nosotros los caminos nuevos de su creatividad y de su amor.



Ante las dificultades de la vida, ante los fracasos personales, ante la crisis ecológica y el sufrimiento de muchos hermanos y hermanas, podemos experimentar al profeta Ezequiel, a quien Dios muestra una extensión de huesos secos, que representa al pueblo de Israel que ha perdido la esperanza de ser ayudado y liberado por Dios (Ezequiel 37). Ante ese espectáculo, Dios pregunta al profeta: “Hijo del hombre, ¿podrán estos huesos volver a vivir?”. Y el profeta responde: "Señor Dios, tú lo sabes". Ezequiel, con estas palabras, reconoce al mismo tiempo su propia debilidad y el poder de Dios: como criaturas, no podemos crear vida a partir de la muerte. Dios, sin embargo, puede hacerlo y quiere hacerlo en nuestras vidas. De nosotros sólo nos pide disposición para dejarnos llenar por el Espíritu. Gracias a la fe de Ezequiel, Dios puede cumplir la profecía: «"Profetiza al espíritu, profetiza hijo del hombre y proclama al espíritu: Dice el Señor Dios: Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, y vivirán". ". Profeticé como él me había mandado, y el espíritu entró en ellos, y volvieron a la vida y se pusieron de pie." Al devolver la vida a los huesos secos, Dios repite el gesto de la creación, cuando sopló su Espíritu en las narices de Adán, que acababa de ser moldeado de la tierra (Gen 2,7). Por eso el Nuevo Testamento presenta la resurrección de Cristo y de los creyentes como el comienzo de una nueva creación: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí, cosas nuevas han llegado a ser" (2 Cor 5,17).


No se dice de María que al anuncio del ángel, o incluso antes de salir apresuradamente para reunirse con Isabel, se detuviera a pedir permiso a sus padres o a José, de quien ya era esposa (Lc. 1, 26-39). Una desobediencia que es escucha atenta de la propia conciencia, lugar sagrado en el ser humano donde Dios vive y en el que es posible escuchar su voz. A lo largo de su vida, María se dejó llevar por el Espíritu y por eso voló en alas de la santidad, haciendo el bien a cuantos encontraba. En María, en su seno, y con María, gracias a su educación, el Hijo de Dios aprendió a respirar y a crecer libre. María fue, por tanto, el soplo de Dios en esta tierra, el espacio de libertad y de novedad que Dios necesitaba para renovar desde dentro la creación. En su seno el Espíritu tejió la carne y los huesos del nuevo hombre que nos redimió para siempre de la muerte. En el Magnificat, este aliento se convierte en canto, exaltación del poder del amor de Dios que derriba del trono a los poderosos, eleva a los humildes, sacia a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías.


Se dice de Madre Mazzarello que una tarde, teniendo que realizar un trabajo de sastrería, decidió detenerse a coser después de las buenas noches, junto con algunas hermanas, a la luz de las velas. Al oír los pasos de don Costamagna - y conociendo su rigidez hacia la regla - la Madre apagó la vela, indicando a las monjas que guardaran silencio hasta que el sacerdote pasara. En definitiva, la observancia como fin en sí misma no pertenece al carisma salesiano y puede haber circunstancias en las que la transgresión de una regla o una innovación en la regla constituya el único modo de ser fiel a la llamada de Dios y al espíritu. del carisma. «Haced con libertad lo que exige la caridad», con estas palabras María Dominica animaba a las monjas a poner por encima de la ley el ejercicio concreto del amor demostrado. Por supuesto, sin reglas la vida común, en la familia y en la sociedad, se vuelve imposible, pero siempre debe quedar claro que las reglas sirven para proteger la vida y hacerla florecer. En el momento en que una regla, una costumbre, mortifica a la gente, significa que es hora de reformarse. Evidentemente, la primera realidad a reformar es siempre nuestro corazón. Cuanto más nos liberemos interiormente, libres de juicios, prejuicios, miedos, rigidez, más podremos contribuir a esa renovación de la Iglesia y de la sociedad que Dios también espera de nosotros y que el Papa Francisco insta continuamente.


Linda Pocher FMA

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