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“LOS AMÓ HASTA EL FINAL” (Jn. 13, 1)

1. Para reconocer el corazón del presente...


“Seguid venciéndonos en las pequeñas contradicciones cotidianas que os molestan, y emplead en ello lo mejor de vuestros deseos. Sabed que por ahora, Dios no quiere otra cosa de vosotros; no perdáis, pues, el tiempo, queriendo hacer otra cosa. No sembréis vuestros deseos en el jardín de otro, sino pensad solo en cultivar bien el vuestro. No deseéis no ser lo que sois, sino desead siempre ser, del mejor modo posible, lo que sois. Dirigid vuestros pensamientos a perfeccionaros en esto y a llevar las cruces, grandes o pequeñas, que encontréis en el lugar que se os ha asignado. Y creedme: este es el gran secreto, el secreto menos comprendido de la vida espiritual. Cada cual ama lo que es de su gusto y son pocos los que aman lo propio de su deber y del gusto de nuestro Señor. ¿Para qué sirve construir castillos en España, si tenemos que vivir en Francia? Esta es una antigua enseñanza mía, y vosotros la entendéis muy bien” (Carta a la mujer de presidente Brulart, junio de 1607).


¿Elegir un presente para amar o elegir amar el presente? Podemos resumir en estas palabras el interrogante que Francisco de Sales dirige a una de sus Filoteas en una carta de 1607. En realidad, resonando de siglo en siglo, el interrogante planteado por el santo obispo de Ginebra llega hasta nosotros, particularmente en este tiempo de Adviento, que nos prepara para la venida del Señor.


Las acertadas palabras de Francisco de Sales nos revelan al mismo tiempo, el secreto más profundo de la santidad y nos ayudan a desenmascarar una de las más frecuentes e insidiosas tentaciones, que con frecuencia acechan en nuestro camino. El santo de la amabilidad, con tono delicado y al mismo tiempo firme, nos da a entender claramente, que el único jardín en el que la semilla de la santidad, sembrado por la gracia de Dios y cultivado por nuestra libertad, puede crecer y madurar, es solo y solamente el de nuestro presente, del aquí y ahora. Es el aquí y ahora de nuestro tiempo y espacio, de nuestras condiciones de vida y salud, de nuestras relaciones y afectos, de nuestro trabajo y de las mil circunstancias del cotidiano, de nuestra pequeñez y de nuestra fe siempre en camino. Es un presente que, a veces, nos parece angosto y otras veces nos revela increíbles sorpresas, un presente siempre acechado por el correr de los días, pero un presente que es el único tiempo verdadero, concreto y real de nuestra vida, en el que esta nuestra vida se juega. No siempre es inmediatamente evidente, reconocible y visible a primera vista, la presencia de Dios que representa la verdadera y auténtica riqueza que encierra nuestro pasado. Se trata, en efecto, de una riqueza profunda y preciosa al mismo tiempo, que no se impone ni busca espacios de protagonismo, pero que, de modo discreto y concreto, elige con tesón no rendirse y sigue habitando y bendiciendo este tiempo, no cambiándolo por otro tiempo, sino transfigurándolo, como lo que es, un tiempo de gracia.


Y esto lo sabe muy bien Francisco de Sales; sabe muy bien que, si no reconocemos la visita de Dios en el hoy, difícilmente la reconoceremos en el mañana, porque también el mañana, cuando llegue se llamará hoy. Al mismo tiempo el santo saboyano conoce muy bien la tentación de evadirse del presente, que, de alguna manera, llama a la puerta de nuestro corazón. Es la sugestiva tentación de no vivir el aquí y ahora, de rendirnos ante la aparente monotonía, aridez y esterilidad de lo cotidiano, para buscar en otro sitio y de otro modo, un jardín más prometedor, más adecuado para acoger nuestro camino de santidad.


Variados y coloridos pueden ser estos destinos de nuestra fuga a otro lugar. A veces nos refugiamos en el pasado, idealizando y añorando la belleza, con frecuencia idealizada, de un tiempo que ya no existe. Otras veces, en cambio, tendemos hacia un futuro imaginado e imaginario, pintándolo libre de las asperezas e imperfecciones que, por el contrario, acompañan al presente. Y otras veces deseamos refugiarnos o nos refugiamos de verdad, en un presente diverso, real o virtual, donde nos parece que las condiciones y circunstancias son mucho más propicias a nuestro camino de seguimiento del Señor. Frente a estas tentaciones que conoce muy bien, el obispo de Ginebra nos indica, con amable firmeza, en nuestro presente, vivido sin tapujos ni escapatorias, el único espacio real y concreto en el que es posible encontrar al Señor, el único lugar que el Señor elige y en el que no deja de visitar y bendecir nuestras vidas. Vivir en el presente ciertamente no es fácil, y reconocer el presente como lugar en el que el Señor viene a nuestro encuentro, obviamente no significa petrificar la realidad existente en una gélida y glacial rigidez, en la que nada cambia ni se transforma. El secreto que el santo obispo nos presenta es más profundo y precioso. Francisco de Sales nos sugiere que al Señor no lo encontraremos jamás, y no nos saldrá nunca al encuentro en otro lugar, puede que más perfecto, pero ciertamente abstracto e irreal, sino única y solamente en este presente, tal como es, con sus luces, sus claroscuros y con sus contradicciones. Nunca será posible encontrar al Señor sino reconociéndolo en las llagas y en las heridas de la realidad, en el jardín de nuestra vida y de nuestra historia, y en la de Francia que, incluso viendo las mil y una ventajas y mérito de una hipotética España, es el único verdadero terreno de nuestra vida. Solo así podremos experimentar que el Señor no nos viene al encuentro porque vivimos un ambiente hecho posible solo por nuestro esfuerzo, sino que se encuentra allí donde estamos, porque ama infinita y simplemente nuestra vida.


El Señor no nos pide que seamos otra cosa de lo que somos o de ir a un lugar diverso del aquel en el que nos encontramos. Nos pide la humildad de acoger su venida en la pobreza de nuestro presente que, como el pesebre de Belén, es el único lugar en el que Dios quiere ser hospedado. Y es precisamente en esta experiencia de haber reconocido en el Señor, el huésped, con frecuencia no percibido en nuestro cotidiano, donde recibimos la fuerza de caminar y crecer en santidad. Por eso, santidad no es, como a veces pensamos, sustituir este presente, con nuestra vida y nuestra historia, con otro presente, radicalmente nuevo y totalmente diverso, que borre en un momento y de un plumazo, lo que somos y lo que hemos sido, para dar lugar a un nuevo comienzo que nos haga entrever mejores posibilidades de éxito partiendo de cero. Santidad tampoco es tratar, a fuerza de voluntad y con nuestros esfuerzos, de progresar, de crecer y mejorar, como si Dios, después de habernos dejado vislumbrar un camino a seguir, nos esperase en la línea de meta, interesado y curioso por evaluar la eficacia de nuestros esfuerzos y la firmeza de nuestra perseverancia, como si de alguna manera debiéramos merecer y ganarnos su Amor a base de esfuerzos y de resultados obtenidos. La santidad de la que Francisco de Sales nos revela el secreto es, en realidad, algo infinitamente más hermoso y grande, algo infinitamente más divino e inmensamente más humano. Santidad no es intentar, por la fuerza de la voluntad, no ser lo que somos y ser otros de lo que somos, negando que Dios ha querido, bendecido y amado nuestra irrepetible singularidad. Por el contrario, santidad es precisamente vivir este presente, esto es, tratar de ser lo que somos de manera perfecta, no como meta de nuestros esfuerzos, sino a la luz de descubrirnos y reconocernos, con infinita y nunca agotada maravilla, destinatarios privilegiados del Amor eterno, infinito y fiel de Dios que no conoce dudas, inseguridades y vacilaciones, hasta el punto de dar Su misma vida por nosotros.



Y es precisamente este saberse gratuita e infinitamente amados por Dios, llamados a responder y no a alcanzar su amor, lo que permite a nuestra vida florecer en la auténtica y verdadera santidad; en reflejar, de modo único e irrepetible, de un modo que será solamente el nuestro, en los rasgos de nuestro rostro, los rasgos del rostro del Señor. El amor de Dios, su presencia a nuestro lado, el habitar precisamente en nuestro cotidiano, no nos transporta mágicamente a un presente diverso, sino que transforma y transfigura radicalmente este presente, renovándolo, haciendo florecer y fructificar todas sus potencialidades y posibilidades de bien, de luz y de gozo. Como nos dice San Francisco de Sales, si en nuestra vida y en nuestro presente tenemos la valentía de habitarlo y alumbrarlo, descubriremos que Dios no descarta, sino que redime, no condena, sino que purifica, no sugiere, sino que ama. Y este es precisamente el secreto de la santidad: no tener que esforzarse por ser amados, sino poder florecer gracias al hecho de ser amados infinitamente sin síes y sin peros, no devueltos al remitente por nuestros defectos de fábrica, con frecuencia fruto de elecciones equivocadas de nuestra libertad, sino redimidos y renovados radicalmente por el amor más grande que nos ha amado hasta el extremo, es decir, hasta la muerte y la muerte en cruz. Santidad no es ser otro diverso de nosotros mismos, sino llegar a ser, a través del tejido diario de la gracia y de la libertad, plenamente nosotros mismos, lo que estamos llamados a ser, no como soñamos, sino como desde la eternidad Dios nos ha soñado y no cesa de soñarnos. Y todo esto no es posible vivirlo en otro lugar, sino solamente en el centro y en el corazón de este nuestro presente habitado, animado y amado por Dios.


2. “La presencia amorosa de Dios…”


Del evangelio de San Juan (Jn 13, 1-17):

“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro y este le dice: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?». Jesús le replicó: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde». Pedro le dice: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Simón Pedro le dice: «Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús le dice: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos». Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios». Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. En verdad, en verdad os digo: el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica.»”


Es la presencia de Dios en el corazón de nuestro presente la que convierte nuestro presente, incluso en sus inevitables e imprevisibles imperfecciones, en el lugar en el que nuestra santidad está llamada a florecer. La presencia de Dios en el corazón de nuestro presente nos da la gracia y la fuerza de estar presentes en nuestro presente, viviéndolo en la presencia de Aquel que, eternamente presente, nos ama y acompaña constantemente con Su amor en nuestra cotidianeidad. Es la opción de Dios de habitar nuestro tiempo, lo que hace nuestro tiempo habitable, el lugar en que es posible recibir, reconocer y devolver su amor. Y es en este, nuestro camino, que llevando a habitar nuestro presente nos ayuda a huir y a evitar la tentación siempre acechante de buscar refugio en otra parte, un tiempo privilegiado es ciertamente el del Adviento.


El Adviento es el tiempo litúrgico que, año tras año, la Iglesia nos ofrece para prepararnos, caminando en comunión y en comunidad, al misterio de la Navidad del Señor. El Adviento es un tiempo de gracia totalmente especial, un tiempo que se nos da para poder renovar el asombro y despertar la maravilla ante el hecho más desconcertante e imprevisible de todos los tiempos, un hecho que ha cambiado para siempre la historia. Un filósofo de la antigüedad afirmaba con absoluta certeza: “una cosa es cierta, jamás un Dios ha bajado aquí”. Ante esta afirmación que excluye categóricamente que Dios pueda, de algún modo, hacerse cercano y presente a los hombres, se presenta el imprevisto e inaudito misterio de Belén que el evangelista Juan resume en estas palabras que, de edad en edad, no cesan de resonar en la historia: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).


En la gruta de Belén Dios, por su libre opción de amor, no permanece lejano y distante, no envía al hombre un mensajero o un código de conducta, sino que se hace hombre naciendo de la bienaventurada Virgen María. En Navidad Dios Padre envía por el poder del Espíritu Santo a su Hijo unigénito al mundo, no para condenar al mundo sino para salvarlo por su amor. Este es el misterio de la Encarnación que nos preparamos a celebrar en Navidad, el misterio de amor de un Dios que, con tal de salvar al hombre, no duda en involucrarse en primera persona en la historia de la humanidad, traspasando los confines de lo eterno y viniendo a habitar en el corazón del tiempo, de la historia, del presente de todo hombre. Es en Navidad cuando el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, viene a habitar en el corazón de nuestro presente, para que todo hombre, desde el corazón de su presente pueda encontrar el corazón de Dios abierto de par en par. En Navidad, Dios, haciéndose hombre, no decide crear de la nada “otro presente”, sino que elige renovar y recrear nuestro presente con su amor, que supera toda distancia, toda soledad, todo abandono. Con la encarnación el eterno, por amor al hombre, se hace “nómada”, aceptando venir a vivir entre nosotros, plantando su tienda en nuestro tiempo, para que cada uno de nosotros, recorriendo su propio camino pueda descubrir y experimentar que es constante y cotidianamente acompañado por el Emmanuel, el Dios con nosotros.


Y es precisamente este mismo Amor, el amor que lleva a Dios a hacerse hombre en su Nacimiento, que se manifiesta y se realiza definitivamente en la Pascua de la Muerte y Resurrección del Señor, en su dar la vida “por nosotros y por todos”, para la salvación de cada hombre. En el misterio del Nacimiento y de la Pascua, eventos que, a primera vista, parecen tan diversos y distintos, late la misma lógica de Amor, vive el mismo Amor infinito y desmesurado de Dios por el hombre. Es precisamente en la cruz donde el Amor de Dios se ha revelado en toda su increíble e infinita profundidad. Es un Amor que ama hasta el extremo. Sin rebajas ni vacilaciones, un Amor que elige habitar en el último puesto, el puesto del abandonado por Dios, para que ningún hombre, ni siquiera el más alejado distante y desesperado, se encuentre excluido de este abrazo de salvación, abierto siempre de par en par al corazón del mundo. Después de la Pascua no hay ni habrá hasta el fin de los tiempos y de la historia un presente en el que Dios no esté presente, un presente en el que, si aceptamos acoger el don del Amor, que siempre se nos ofrece, no podamos palpar con la mano que Dios nos ama y nos salva. Y precisamente por esto, porque el Amor hasta el extremo de Dios está presente en el corazón de nuestro presente, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, nos ha dado y consignado la Eucaristía, el sacramento perenne de su Amor por nosotros. Precisamente por esto la Eucaristía es el mayor tesoro que Dios ha confiado a su Iglesia, la fuente y el corazón que late en la vida de la comunidad cristiana y en el camino de todos los hijos de Dios. En la Eucaristía el don del Amor vivido por el Señor en la cruz no viene a ser como un recuerdo encerrado en un pasado cada vez más lejano, sino que por el poder del Espíritu Santo se hace presente en el corazón de nuestro presente, invadiendo nuestra vida en el aquí y ahora de nuestro tiempo. En el “pan cotidiano” de la Eucaristía, repartido día tras día para nuestra salvación abarca y rompe los confines del tiempo, convirtiéndose en una fuente viva de Amor a la que hoy podemos acercarnos en nuestro presente. La Eucaristía es el lugar en el que descubrimos quiénes somos a los ojos de Dios, hijos amadísimos por los que el Padre no ha dudado sacrificar a su único Hijo, para que ninguno se pierda y todos podamos ser salvados. El mismo sacrificio, la misma cruz, el mismo Amor infinito se hacen presentes en la Eucaristía, en este tiempo y en este espacio para que, hasta los confines del mundo y del tiempo, todos los hombres puedan experimentar y recibir la salvación de Dios. La Eucaristía, haciendo presente la cruz del Señor y plantándola en el corazón de nuestro presente, nos da la gracia de poder habitar y vivir este nuestro presente, sin refugiarnos en otro lugar, como un tiempo de gracia, en el que reconocer y encontrar el rostro de Dios. Ahora comprendemos las palabras de un padre de la Iglesia que, comparando a Cristo con el amado del que habla el Cantar de los Cantares, veía en la encarnación, en la cruz y en la Eucaristía las tres “locuras de Amor” con las que Dios en su Hijo ha elegido estar presente en el presente de todo hombre.


Son las palabras del evangelista Juan las que nos permiten recoger, a pesar de nuestra pobreza, cuatro destellos de este Amor infinito que todos los días estamos llamados a acoger en la Eucaristía. Como sabemos, Juan, a diferencia de los sinópticos, al narrar la última cena del Señor no narra la institución de la Eucaristía sino que nos describe la escena del lavatorio de los pies en la que el Maestro y Señor, en la noche en que fue entregado, amó a los suyos hasta el extremo, inclinándose para lavarles los pies.

Es este gesto, grabado para siempre en las páginas de Juan y en el corazón de la historia, el que nos revela el significado profundo de la Eucaristía, de la que el lavatorio de los pies constituye la “explicación” que el mismo Señor nos ofreció.


a) El don de la presencia - En la Eucaristía el Señor hoy, aquí y ahora, se hace presente en el corazón de nuestro presente, no en otro lugar. En la Eucaristía, Dios no nos da consejos e indicaciones, sino que elige demostrarnos su amor de la manera más radical y profunda que existe, esto es, con el lenguaje de la presencia. Amar es hacerse presente, estar presente; aquí es precisamente donde radica la presencia salesiana. Dios no se contenta con decirnos o con darnos algo, sino que en la Eucaristía opta por venir, con todo su mismo ser, a habitar este tiempo presente, no otro tiempo. La presencia, compartir el tiempo, es la base y el fundamento de todo Amor. Con la Eucaristía Dios no exige habitar en nuestro pasado o nuestro futuro, sino que hace del aquí y ahora, a veces tan áspero y tan árido, el tiempo privilegiado en el que encuentra, ama y salva nuestra vida.


b) El sacrificio - La presencia de Dios en nuestro presente no es un hacerse presente distraído, indiferente, curioso, no es una tocata y fuga. En la Eucaristía no viene Dios a dar una ojeada a nuestro presente, no se asoma a la ventana de mi historia para una rápida inspección al espacio de mi vida, sino que irrumpe en mi vida con toda la carga y la fuerza rompedora de su Amor que no ha dudado en sacrificarse por mí hasta el final, hasta el último respiro. La presencia de Dios que la Eucaristía hace brotar en el corazón de nuestra vida no es una presencia tibia, tímida e inerte, no es una presencia soñolienta y distraída, sino un fuego ardiente de Amor, es Dios mismo que, por salvar mi vida, no duda en sacrificarse a sí mismo. En la Eucaristía, nuestro presente no es invadido por promesas vagas o promesas genéricas, sino por el don del Amor infinito de Dios, de un Dios, que se ha implicado hasta el extremo en mi historia. Dios elige pagar el más alto precio, el sacrificio de sí mismo. Para amarme a toda costa, elige hoy entregarse y darse a sí mismo, para que en este presente el hombre tenga vida y la tenga en abundancia.


c) La Comunión - Los cristianos pensamos demasiadas veces, que caminar con Dios es una cuestión privada, un hecho que atañe a cada uno tomado individualmente, un asunto privado, para individuos, no como algo que abre el horizonte de un camino en comunidad. Y, sin embargo, la belleza, con frecuencia olvidada y descuidada, de ser cristianos es precisamente la de pertenecer a la Iglesia, a una comunidad de hermanos y hermanas en comunión y en camino como pueblo, como familia de Dios. Y este es precisamente el don que hoy brota de la Eucaristía. La iglesia nace y vive de la Eucaristía, la comunión de aquellos que, sintiéndose amados por el mismo Amor, caminan amándose como el Señor nos ha amado. La eucaristía no es algo que se me ha dado a mí y para mí, independientemente de los demás. Esta no es, ni puede ser en ningún caso y por ningún motivo la lógica del Amor, ¡y mucho menos del amor de Dios! El Amor no divide, sino que crea y busca la unidad, tejiendo relaciones y recomponiendo aquellos lazos que, por tantas razones pueden haberse aflojado y hasta haberse deshecho. Al recibir la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo ofrecido por nosotros y por todos, recibimos, al mismo tiempo la gracia de ser miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia de la que el mismo Cristo es la cabeza. No es posible pertenecer a Cristo y no considerarse como pertenecientes a su Cuerpo. Es precisamente en la Eucaristía donde se nos regala una comunidad de hermanos y hermanas a quienes amar y de quienes dejarse amar; es en la comunión donde, por encima de simpatías y opiniones, entramos en comunión con el que, a nuestro lado, y quizá un desconocido, ha recibido el mismo regalo de Amor. Es sabernos amados por el mismo Amor y llamados a amarnos con el mismo Amor que hemos recibido lo que nos hace palpar que la Eucaristía nos constituye en Iglesia, confiándonos a los hermanos y confiándonos hermanos a quienes amar.


d) El testimonio – La Eucaristía, como repetimos en toda celebración, no se nos da solamente para el “vosotros” discípulos e Iglesia. Sino que se da “para todos”, para recoger y reunir en un único Amor a los hijos de Dios todavía dispersos. La Eucaristía, la cruz de Cristo que implica y renueva hoy mi vida, no me encierra en mi yo ni en un grupo elitista, o en un club exclusivo. La Eucaristía, que nos hace sabernos amados y nos hace Iglesia, nos inserta en el mismo movimiento de Amor que hace latir el corazón de Dios, un Amor que no tiene paz ni descansa mientras haya alguien que no ha experimentado la belleza del saberse amado y tener experiencia de ser amado como hijo. La Eucaristía no nos encierra, sino que nos lanza y envía por el mundo, como comunidad, para “revelar” a quien todavía no haya encontrado el Amor que hemos recibido. Es la Eucaristía la que nos convierte en testigos de cuanto hemos visto con nuestros propios ojos y tocado con nuestras manos. Nos hace testigos capaces de orar, y de entregarnos, precisamente porque nos hemos convertido en una sola cosa con Jesús, de hablar al Padre con la misma intimidad y confianza de su Hijo. Nos convierte en testigos capaces de construir fraternidad, dándonos, porque nos hemos hecho una sola cosa con la iglesia, capaces de componer y recomponer relaciones en las que acogerse y acompañarse como hermanos. Nos hace testigos capaces de vivir el servicio, entregándonos, porque nos hemos convertido en una sola cosa con el corazón del Hijo, de cara a los alejados; de arremangarnos y mancharnos las manos, a menudo con pequeños gestos más que con grandes discursos, para llenar nuestra cotidianeidad, en casa y en el trabajo, del dulce y delicado perfume de Cristo.

Es por esto por lo que Don Bosco ponía a la Eucaristía, el Amor de Dios que se hace presente en el corazón de mi presente, como uno de los pilares fundamentales e irrenunciables del Sistema Preventivo. Para Don Bosco se trata de una convicción profunda experimentada personalmente. En la Eucaristía, los huérfanos de Valdocco, los jóvenes abandonados y en peligro de ayer y de hoy, han podido, pueden y podrán experimentar el Amor infinito de un Dios que, aunque no tengamos nada y no seamos de nadie, nos ama como un Padre que entrega todo por nosotros, hasta el extremo, hasta el último aliento de su vida. Esta es la convicción profunda que emerge en el sueño de las dos columnas que resume los cimientos fundamentales de la espiritualidad salesiana. La Eucaristía es una presencia que emerge, como don gratuito de Dios, precisamente en el centro de este presente borrascoso y tempestuoso, no en otra parte. Dios se hace presente hoy, aquí y ahora, no en otro espacio, permitiendo atracar nuestra nave a la columna de su Amor, entregado por nosotros en la cruz y repartido todos los días en la Eucaristía, único puerto seguro de nuestro presente. Es una columna en la que no llegan ni atracan otras muchas naves solitarias, gobernadas por timoneles aislados, pero en la Eucaristía atraca la gran nave de la Iglesia, gobernada por el sucesor de Pedro. Y no es una nave de lujo, reservada a pocos privilegiados, la que encuentra un puerto seguro en la Eucaristía. Es más bien, como tantos sueños de Don Bosco revelan repetidamente, una balsa, un bote salvavidas, como los que tantas veces aún hoy surcan nuestros mares y buscan acogida en nuestras costas y ciudades, en busca de esperanza y salvación. En la columna de la Eucaristía no atracan naves lujosas, sino solo balsas que incluso en riesgo de hundirse por las furiosas tormentas, son hasta el final, sin descuentos y sin compromisos, lugares abiertos y acogedores, extendidos, en una solicitud que no puede detenerse, para acoger a bordo a quienes, por las infinitas circunstancias de la vida, corren el riesgo de hundirse y ahogarse.


Escribe Don Bosco:


“En medio de la inmensa extensión del mar, dos robustas columnas surgen de las olas, muy altas y poco distantes la una de la otra. Encima de una está la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies cuelga un gran cartel con esta inscripción: «AUXILIUM CHRISTIANORUM»; en la otra, mucho más alta y grande, se encuentra una OSTIA de tamaño proporcional a la columna, y debajo otro letrero con las palabras: «SALUS CREDENTIUM».” (MBe VII, 153).



Para la oración personal y la meditación


1) En mi cotidiano, ¿amo el presente que tengo o elijo o deseo otro diverso?

2) ¿Intento progresar y mejorar solo con mi esfuerzo, o confío cada jornada al Señor, haciéndome acompañar de Él en mis opciones, acciones, dificultades y alegrías?

3) ¿Vivo la Eucaristía como don de infinito amor y vibra mi corazón cuando recibo a Jesús?

4) ¿La Eucaristía me hace testigo de comunión y capaz de llenar mi cotidiano “del dulce y delicado perfume de Cristo”?


Compromiso mensual


Todas las mañanas, al levantarme, haré como primer gesto, la señal de la cruz, pidiendo ayuda a Jesús, para vivir bien y en su compañía, toda la jornada. Durante la semana, al recibir la Eucaristía, pediré al Señor que mueva mi corazón para que sea consciente de su visita.

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