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SANTIDAD Y COTIDIANEIDAD

Dios es el “Concretissimus”. Existe, vive y ama eternamente. Se revela en el cuerpo y en la historia de Jesús. Obra incesantemente en la creación y en la redención mediante su Espíritu. Envuelve y penetra todos los corazones, y establece una relación única con cada uno de sus hijos. Ve muy bien dónde nos encontramos y lo que necesitamos, nos ayuda verdadera y sabiamente, tiene siempre presente el fin primero y último por el que nos ha creado: modelar en notros los rasgos de su Hijo, llevarnos lo más posible a su estatura y plenitud. Oigamos a san Pablo:


“Porque en Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente y por Él habéis obtenido vuestra plenitud” (Col 2,9-10).

“Que Cristo habite por la fe en los corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento, de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo y lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios” (Ef 3,17-19).

Lo concreto de Dios es el motivo por el que los santos saben ser concretos, y concretos significa cotidianos. La cantinela de todos los santos es siempre la misma: se hace uno santo haciendo la voluntad de Dios en el momento presente, el único tiempo del que disponemos. Radicalmente con Clara Lubich: porque la caridad es el valor supremo, por eso “en el amor, lo que cuenta es amar”.


Sencillamente, con Don Bosco: “age quod agis”, haz bien lo que estás haciendo. También porque si no haces así, se abren peligrosas distancias entre el decir y el hacer, entre la oración y la vida, entre el amor de Dios y el amor al prójimo, cosas todas que debilitan y comprometen el itinerario de fe.


1. Practicar


Es esencial convencerse de que lo que más cuenta no es el saber, aun siendo importante, sino el gustar y el practicar. Jesús lo ha dicho paladinamente: “No todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7, 21). Y también: “el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras son según Dios” (Jn 3,21). En coherencia con la enseñanza del Señor, también San Pablo y Santiago afirman cosas semejantes. El primero dice que lo que cuenta es “la fe que obra por medio de la caridad” (Gál 5,6). El segundo “que la fe sin obras, está muerta por dentro”, porque “lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Sant 2, 17-26).


Esto es algo que el hombre, en su condición de criatura, ya intuye: se conoce verdaderamente no de oídas, sino por experiencia; se conoce verdaderamente lo que se ama, no lo que se observa imparcialmente. Más aún, puesto que el amor es intercambio, dar y recibir, conocemos verdaderamente no lo que recibimos pasivamente, sino lo que interpretamos activamente. Lo mismo puede decirse de nuestra libertad: es sana cuando actúa según la voluntad de Dios, no cuando es indecisa o arbitraria. Aquí Jesús, como siempre, es el modelo: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y realizar su obra” (Jn. 4, 34).


Lo que vale para una criatura racional y libre, vale con mayor razón en el plano de la fe. En el que hay que secundar incesantemente la acción misteriosa de Dios que está siempre actuando para nuestra salvación y plenitud. Por consiguiente, hay que rezar “sin jamás cansarse” (Lc 18,1) y vivir siempre en la presencia y en la unión con Dios. No se hace uno santo amando intermitentemente: santidad y trabajo cotidiano. Es un poco como afirma Jesús de sí mismo: “mi Padre actúa siempre y también yo actúo” (Jn 5,17) de aquí procede el ideal de la vida de gracia: morar en Jesús y obrar en Jesús, sabiendo que Jesús mora y obra en nosotros. De esto se deduce el daño que pueden hacer el miedo y la inercia, en cuanto apartan del vivo diálogo con Dios y paralizan la acción, de modo que Dios no puede realizar toda aquella fecundidad que quisiera realizar en nosotros.


2. Crecer en las virtudes


Así pues, la práctica no puede ser discontinua y saltuaria. El Evangelio apela a la conversión radical, a la entrega total, a la confianza y la fidelidad, a la constancia y a la perseverancia “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). Por esto la vida cristiana es crecimiento en las virtudes cardinales –la justicia, la templanza, la prudencia y la fortaleza – y en las virtudes teologales – la fe, la esperanza y la caridad. La idea de virtud es significativa: es la estabilidad y la facilidad en obrar el bien y crece con la repetición de actos virtuosos. ¡No hay, pues, santidad sin cotidianidad!



El bien aislado “no merece la pena”, no unifica la personalidad, no la fortalece, no la hace confiada y atendible, responsable de sí misma y de los demás, con frecuencia llena el ánimo de desconcierto, de desagrado, de sentido de culpa y de lamentos, porque el ideal de la vida es conformarse a Jesús, asumir sus rasgos interiores. Si entonces la práctica del bien no es diaria, el alma pierde su fuerza de ánimo, la voluntad se reduce a la vanidad, la moral tiende a la pereza, la fe no se convierte en "devoción".


Claro que el crecimiento en las virtudes es el resultado conjunto de la Gracia de Dios y del esfuerzo del hombre. En este sentido no hay mística sin ascética, no hay vida nueva sin la muerte del hombre viejo, no hay fecundidad sin mortificación. Es significativo que la invitación de Jesús al seguimiento diga explícitamente que tenemos que llevar “diariamente” la propia cruz. Como diciendo: hay cosas en nosotros mismos y en los demás que requieren vigilancia y paciencia continuas, cosas de las que no puede uno deshacerse como si tal cosa.


3. Pedir el pan cotidiano


La mejor sugerencia del Señor para vivir práctica y diariamente el Evangelio está recogida en el “Padrenuestro”, que es la regla de la oración cristiana. El creyente declara que quiere “hacer la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo” es decir, perfectamente bien y pide la ayuda del “pan cotidiano”, es decir de aquello que sirve para vivir bien el momento presente. No aprovecha acumular, aprovecha el “traficar”, hacer circular los talentos, o sea, los dones y encargos que Dios nos ha confiado. Esto libera al corazón de recuerdos y expectativas desordenadas, de recriminaciones y preocupaciones y lo dispone a amar ahora. La esencialidad del pan cotidiano no oprime al corazón y mantiene el ánimo despreocupado respecto a los juicios de los demás y ayuda a vivir bajo la mirada de Dios, confiando en su providencia. En la óptica salesiana esta actitud esta compendiada en el lema programático “¡Da mihi animas caetera tolle!”.


Si bien se mira, pedir a Dios demasiado o demasiado poco es falta de fe. La cuestión es adherirse a la voluntad de Dios y pedir los medios necesarios para realizarla, ni más ni menos. Pedir demasiado como el hijo menor de la parábola, es escasa conciencia filial, escasa confianza en la providencia. Un hijo o una hija de Dios viven “despreocupados” porque quieren obedecer y al mismo tiempo, pueden pedir, sabiendo que no están solos ni abandonados, sino escuchados y acompañados. Apenas se sale de la confianza filial en el amor del Padre, se vuelve uno preocupado: las obras no se apoyan en Dios y todo gravita sobre nosotros.


Pedir el pan cotidiano es realizar la primera bienaventuranza, el primer modo de ser felices: ser “pobres de espíritu” (Mt 5, 13), cumplir la Escritura cuando dice: “maldito quien confía en el hombre, que busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor… Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua… en el año de sequía no se inquieta, ni dejará, por eso, de dar fruto” (Jer17, 5-8).


Una de las mejores sugerencias espirituales para vivir una santidad cotidiana es la de Clara Lubich en su librito sobre “El Arte de amar”. La santa aconseja pasar de una persona a otra “sin dejar recovecos”, y dice que lo contrario sería señal de poca humildad: si permanece cualquier cosa en el corazón, quiere decir, en efecto, que una persona es para nosotros demasiado importante, o que nosotros nos consideramos demasiado importantes para ella, y esto no está de acuerdo con la “castidad de Dios”.


4. Optimismo salesiano


Muy útil es evitar lamentaciones: mortifica inútilmente el pensamiento y la acción. Recientemente lo ha recomendado el papa Francisco, pero se trata de un típico rasgo del carisma salesiano: actuar en santa alegría y cultivar un sano optimismo. Fundamentalmente el cristiano no es ni mundanamente optimista ni mundanamente pesimista, porque cree en la victoria del bien, pero conoce la potencia del mal, conoce el poder del Resucitado y el logro de los santos, pero tiene siempre presente las insidias del Enemigo y el fracaso de muchos. El cristiano sabe muy bien que la vida cristiana es un combate espiritual.

Con todo existe un “estilo” cristiano por el que es posible hablar de “optimismo” y evitar el “pesimismo”. La Regla de vida de los Salesianos dice así:


El salesiano no se deja abatir por las dificultades, pues confía plenamente en el Padre: Nada te turbe, solía repetir Don Bosco. Inspirándose en el humanismo de san Francisco de Sales, cree en los recursos naturales y sobrenaturales del hombre, aunque no ignora su debilidad. Capta los valores del mundo y no se lamenta del tiempo en que vive; aprovecha todo lo que hay de bueno, especialmente si gusta a los jóvenes. Está siempre alegre, porque anuncia la Buena Noticia. Difunde esa alegría y sabe educar en el gozo de la vida cristiana y en el sentido de la fiesta: Sirvamos al Señor con santa alegría (C 17).


Sobre el justo pesimismo mundano y sobre el justo optimismo cristiano, se ha expresado, atinadamente el Papa francisco dirigiéndose a los Salesianos:


Muchos corren el riesgo de una actitud pesimista ante todo lo que les rodea y no solo respecto a las transformaciones que se dan en la sociedad, sino también en relación a la propia Congregación, a los hermanos y a la vida de la Iglesia. Esta actitud que acaba por “boicotear” e impedir cualquier respuesta o proceso alternativo, o bien para hacer emerger la postura opuesta, un optimismo ciego, capaz de disolver la fuerza y la novedad evangélica, impidiendo aceptar concretamente la complejidad que las situaciones requieren y la profecía que el Señor nos invita a llevar adelante. Ni el pesimismo ni el optimismo son dones del Espíritu… Ni adaptarse a la cultura de moda ni el refugiarse en un pasado heroico, pero ya desencarnado… Ni pesimista ni optimista, el salesiano del s. XXI es un hombre lleno de esperanza porque sabe que su centro está en el Señor, capaz de hacer nuevas todas las cosas… Ni triunfalistas ni alarmistas, hombres y mujeres alegres y esperanzados, no automatizados sino artesanos, capaces de mostrar “otros sueños que este mundo no ofrece, de dar testimonio de la grandeza de la generosidad, del servicio, de la pureza, de la fortaleza, del perdón, de la fidelidad a la propia vocación, de la oración, de la lucha por la justicia y el bien común, del amor por los pobres, de la amistad social”. (Christus vivit, 36)

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