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UN ABRAZO QUE BENDICE

Cada día hemos de comenzar nuestro progreso espiritual, y pensando en ello, no nos extrañaremos de encontrar en nosotros miserias. No hay nada que ya esté completamente hecho. Tenemos que volver a empezar y con buen ánimo” San Francisco de Sales".


LA MISERICORDIA DE DIOS

“La misericordia es el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios. No hay situaciones de las que no podamos salir, no estamos condenados a que nos traguen las arenas móviles”.

Así se dirigía el papa Francisco a todo hombre y mujer del planeta al iniciar el Año de la Misericordia. Jesús ha hablado de la misericordia del Padre en las parábolas, en especial en la del Padre misericordioso (Lc. 15, 11-32), pero sobre todo ha vivido la misericordia porque Él es la misericordia del Padre en palabras y en obras y María es la puerta de la misericordia, porque a través de ella, la misericordia ha entrado en el mundo. El amor misericordioso del Padre ha sido revelado en la persona de Jesús, de manera que alcance a toda persona en sus propios pecados, en sus propias heridas y debilidades.

La misericordia de Dios es totalmente gratuita. Es una fuente superabundante de ternura, de magnanimidad y de amor incondicional. No necesitamos comprarla: se nos da libre y gratuitamente.


En la lengua latina el término “misericordia” está compuesto de dos palabras: “miseria” y “corazón”. Es el corazón de Dios que viene al encuentro de toda miseria humana. Las heridas del pecado, el mal que habita en nosotros y se alimenta de nuestra tristeza y nuestro desaliento: todas estas laceraciones son visitadas por la misericordia de Dios; la misericordia de Dios toma forma de abrazo, el abrazo del Padre misericordioso.

Rembrandt, en su celebérrimo cuadro se detiene en este abrazo.

El padre es presentado como un anciano medio ciego, con bigote y barba dividida en dos partes, con una amplia túnica recamada en oro y un manto rojo oscuro. Él está unido al hijo y el hijo a Él. No pueden separarse. El hijo se apoya en el padre y le padre sostiene al hijo. Con sus ojos cerrados ilumina a todos los personajes. Con sus brazos tendidos y sus manos abiertas, conquistan a todos con su amor. Con su edad avanzada infunde nueva vida a quien está punto de morir de debilidad. Todo proviene de él y todo converge en él. La luz de su rostro ilumina el rostro de los otros personajes. Esta luz se hace viva y esplendente sobre todo en sus manos, fuente de luz y de calor. Todo el cuerpo del hijo arrodillado, pero en especial el pecho sede del corazón, se encuentran invadidos y penetrados por la luz. Son manos de fuego que queman todo mal e infunden nueva vida. Son manos que tocan y sanan, infundiendo esperanza, confianza, y fuerza. La mano izquierda es fuerte y musculosa. Es una mano que estrecha y sostiene. Tiene los típicos rasgos de una mano varonil. En cambio, la izquierda es delicada, suave y muy tierna y se apoya dulcemente en la espalda. No oprime, más bien acaricia, protege, consuela, calma. Es la mano de una madre. Dos manos diversas para un único amor: es al mismo tiempo amor paterno y materno. Todo habla de amor en el padre: el rostro absorto, los vestidos que protegen, el cuerpo que acoge, las manos que abrazan y bendicen. Su cuerpo se convierte en seno acogedor y sus manos sostienen, estrechan y acarician al hijo que ha sido encontrado. Su amor es acogida, perdón, llanto, ternura, don, comunicación, bendición, augurio, gozo, fiesta, vida, herencia.


“CONDICIONES” PARA TENER ACCESO A LA MISERICORDIA DE DIOS

Es verdad que la misericordia de Dios es gratuita, pero es también verdad que para recibirla es necesario, como el hijo pródigo, volver a la casa del Padre. Podemos resumir en cuatro las condiciones que nos brindan su abrazo misericordioso que nos bendice: 1) la confianza 2) la humildad 3) el agradecimiento 4) el perdón.


1) La confianza

Hemos dicho que la misericordia de Dios es el misterio mayor y el tesoro más hermoso que nuestra fe nos confía. No siempre nos resulta fácil aceptarlo: lo vemos en el Evangelio y en nuestra vida. A veces nos resulta difícil recibir la misericordia de Dios porque tenemos poquísima confianza en el perdón del Señor y no siempre lo acogemos plenamente. Dios nos perdona, pero nosotros no logramos perdonarnos. Teresa del Niño Jesús decía que lo que más hiere el corazón de Dios no son nuestros pecados sino la falta de confianza en su amor. Cuanto mayor es nuestra confianza tanto mayor será la misericordia que se nos dé y tanto más agradables seremos a Dios.


2) La humildad y la pobreza de espíritu.

A veces el motivo de que sea difícil acoger plenamente la misericordia es el orgullo: no acepto ser una persona que ha caído. Hubiera querido ser la persona perfecta, infalible. En cambio, he cometido errores y no logro aceptar que tengo culpas. En el fondo queremos ser nosotros quienes nos salvemos, ser ricos gracias a nuestras buenas acciones y cualidades. Nos resulta difícil aceptar que somos pobres de solemnidad.

Otras veces tenemos dificultad en acoger la misericordia de Dios para nosotros mismos y para los otros. Esta es la actitud del hermano mayor (“Mira, en tantos años como te sirvo, no he desobedecido uno solo de tus mandatos, y no me has dado ni un cabrito”), y es la actitud de los fariseos para los que Jesús narra la parábola. Estos satisfacen su sentido de la justicia y de la bondad de sus propias obras. Creen tener derecho a la bendición de Dios y cuando esta bendición cae sobre un pecador, la consideran como una injusticia.

Esta es la presunción del orgullo humano, insistir en sus propios derechos. No logramos aceptar que Dios sea tan generoso con los pobres y los pecadores.


3) Ser agradecidos

Hay una tercera condición importante: la gratitud. Jesús ha dicho en el evangelio: “al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 13,12). Podemos entender la frase de este modo: el que sabe que ha recibido dones de Dios y da las gracias, recibirá más gracias.

Hay un pequeño secreto en la vida espiritual: cuanto más el corazón es agradecido, tanto más da Dios, aun cuando la vida no sea perfecta y no tengamos todo lo necesario. Cuanto más agradecemos a Dios, más abierto y disponible está nuestro corazón para recibir su misericordia.


4) El perdón

La cuarta condición para recibir la misericordia de Dios aparece muy clara en el evangelio. Si no perdonamos, Dios no podrá perdonarnos. A veces, lo que impide recibir la misericordia de Dios es la falta de misericordia, la dureza de corazón y la falta de bondad para con los demás. “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). Cuanto más misericordioso soy con mis hermanos y hermanas, tanto más será misericordioso Dios conmigo.

Cuando nos demos cuenta de que nos resulta demasiado difícil decir “te perdono”, debemos dirigirnos al Padre, porque solo Dios puede perdonar de veras. Para perdonar debemos acudir al corazón del Padre. Esta es la fuente del perdón. No está en mí: es el corazón de Dios y allí es donde debo ir a buscar el perdón.


El sacramento de la reconciliación y la repetición de los mismos pecados

En la vida cristiana hay un sufrimiento que no proviene ni de las situaciones externas ni de cielo: la constatación de que el mal procede de nuestro interior y nos aleja de Dios. A pesar de nuestros esfuerzos y propósitos, tendemos siempre a acomodarnos en algunos pecados: parece que tenemos algo así como una especie de especialización en cometer siempre uno o dos en especial.

Ciertamente diversos pecados que confesábamos en un tiempo pasado ya no se cometen o vuelven en períodos bien localizados en la vida. Es probable que otros siempre permanezcan, a pesar de la edad y de las situaciones: son pecados que forman parte de nosotros y que vienen pronto a la mente cuando miramos en nuestro interior: lo llamaremos “mi pecado” o “mi pecado original”. Cada uno de nosotros tiene su “pecado original” que le repite siempre: “en el fondo tú no amas a Dios”, y haciéndonos sufrir más que ningún otro. De muchos pecados, lo decimos sinceramente, no mostramos ni dolor, en cambio el “nuestro” nos desanima, como si toda nuestra relación con Dios vaya unida a él en el bien (cuando no lo cometemos) o en el mal (cuando caemos dentro), mi pecado sabe envolverme y comprenderme y no acierto a imaginarme prescindiendo de él (“estoy hecho así”). Mi pecado es una llamada a contemplar la paciencia de Jesús que tiene mucha, muchísima paciencia con nosotros.


Conocer y dar un nombre preciso al propio pecado es signo de madurez cristiana: quien vive una fe inconsistente no entiende qué significa sufrir por los pecados cometidos que son simplemente debilidades en que todos caemos porque somos hombres. Cuando hablamos de dolor de los pecados nos referimos al estado de ánimo de un cristiano culpable, no oprimido por sentidos de culpa, pero capaz de medir, a la luz de la palabra de Dios, la distancia que lo separa de la santidad. Desde el momento en que me confío en la gracia y renuncio a ser bueno y comportarme ante Dios, comienzo a sufrir: este dolor es hijo del amor por Cristo, no ya del amor propio.

Podemos afirmar una sencilla verdad: mi pecado (que con el paso del tiempo puede convertirse en vicio) probablemente me acompañará toda la vida. Combatirlo frontalmente requiere tiempo. Podrá maravillarnos esta afirmación, y quizá escandalizar, pero todos sabemos que es así; lo sabemos porque miles de veces hemos intentado corregirnos y ¡otras tantas hemos caído en él con extrema facilidad!


¿Entonces, qué debemos hacer? Transformar el pecado en aquella “debilidad”, que exalta la misericordia y el poder de Dios (Cfr. 2Cor 12,9). Algunos medios.

1) Ante todo, hay que tener paz (no la paz) con el propio pecado confesándolo con sencillez y sin vergüenza, educándose en la oración y pidiendo al Señor que me libre si así lo quiere.

2) Después está bien desenmascarar la ilusión que se esconde tras el pecado, preguntándose ¿qué busco, en realidad. Cometiendo este pecado ¿qué espero o pienso conseguir?

3) Más todavía: es saludable convencerse de vez en cuándo que el error enseña a ser más humildes y a perdonar a los otros como Dios nos perdona.

4) Y, además: el demonio no nos presenta ocasiones de mal, porque quiere el mal en sí mismo. Su verdadero objetivo es hacernos avergonzar ante Dios, alejándonos de su presencia. El demonio es el acusador que se detiene a la puerta del templo para decirte: ¿Cómo? ¿Precisamente tú que has hecho esto, tienes el coraje de presentarte ante tu Señor? ¿No te avergüenzas? Esta es otra de las astucias ante el pecado: el mal que anida en mi interior jamás podrá quitarme la posibilidad de volverme a Dios. Seré un gran pecador, pero jamás uno que se deja vencer de la vergüenza. Esta es la razón por la que a fuer de buenos hijos de Don Bosco nos acercamos con tanta confianza y frecuencia al sacramento de la Reconciliación y no nos cansaremos de implorar con humildad el perdón de Dios y gozar de su misericordia infinita.


PARA LA REFLEXIÓN PRSONAL

1) ¿En cuál de las cuatro “condiciones” (confianza, humildad, reconocimiento, perdón) me siento más débil, para acoger la misericordia de Dios? ¿Por qué? ¿Qué puedo hacer para crecer?

2) ¿Hay un pecado que me “caracteriza” y que debo confesar con frecuencia? ¿Qué es lo que busco, en realidad, cometiendo ese pecado? ¿Qué es lo que indica de mí?

3) ¿En qué ocasiones me encuentro como el hijo menor de la parábola? ¿Y en cuáles, como el mayor?


Compromiso mensual


Me comprometo diariamente a dar gracias a Dios por tres cosas buenas sucedidas durante la jornada.

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